Esta publicación es la primera de una serie denominada “Mujeres reales, historias reales”, un proyecto social diseñado para promover el conocimiento sobre el sufrimiento, a menudo desapercibido, que padecen mujeres de distintas profesiones y lugares en todo el mundo. El proyecto realza a las mujeres que enfrentan sus propias batallas y persisten en lograr lo que se propusieron. 


El año pasado, en los Premios Grammy de 2015, colaboré con la cantante pop Katy Perry y con el presidente Obama para abordar el problema de la violencia de género. Luego de que el Presidente presentara la campaña “It’s On Us” en la Casa Blanca, fui invitada a hablar.

Compartí mi historia personal de cómo superé la violencia doméstica y cómo logré sanar. Incentivé a quienes luchaban con el dolor del abuso a que buscaran ayuda. Pero lo que no compartí esa noche fue cómo mi historia de agresión sexual y tráfico sexual a temprana edad me prepararon para aceptar la violencia de pareja al llegar a la adultez.

Al igual que muchas sobrevivientes de violencia doméstica, en mi caso el abuso comenzó mucho antes de que conociera a mi novio de ese entonces. La explotación sexual me enseñó a creer que no era digna de recibir el amor que ansiaba desesperadamente.

Tenía 7 años cuando fui víctima de tráfico sexual.

Mi color favorito era el rosa y me encantaba bailar. Mi habitación estaba llena de libros, muñecas y arte. Leía durante horas en mi silla blanca, rodeada de animales de peluche, escuchando mi caja de música decorada con delicadas rosas y bordes dorados.

Cuando me bañaba, descansaba recostada y cantaba mi primera canción: “Alas voladoras, canto de ángel, sueños de fresa.” Una y otra vez cantaba lo mismo moviendo mis brazos como un ángel. De la pared del baño colgaba un pasaje del primer libro de Samuel. Se conoce como la oración de Hannah, pero en esta versión mi nombre lo reemplazaba. Decía: “Oraba por esta niña, Brooke, y el Señor me ha concedido la petición que le hice. Por esto yo también la he dedicado al Señor y todos los días de su vida estará dedicada a él”.

Mi madre me enseñó que Dios es amor. Pero ella estaba en el hospital y yo temía que nunca regrese. Mi papá viajaba por razones de trabajo para cuidar de nuestra familia, por lo que tuve un niñero.

Él también me hablaba de Dios. Dijo que era voluntad de Dios castigarme por mis pecados. ¿Qué castigo merecía? Él nunca lo explicó en palabras y yo no sabía qué estaba ocurriendo. Tampoco podía decirle a nadie lo que pasaba y lo que él me exigía cuando me acostaba en mi cama.

Me llamaba “ramera inútil”, y decía que yo era la culpable de que él me haga eso. Cuando me violaba, yo rezaba el Padre Nuestro, para escapar de mi cuerpo. Algunas veces su voz aún hace eco dentro de mí: “Líbranos del mal. Líbranos del mal.” Una parte de mí se fraccionaba para sobrevivir, para resguardar la verdad, para cargar con el insoportable peso de esto. Me multiplicaba y desaparecía.

La primera violación fue mi iniciación, mi rito de paso hacia su inframundo. Un lugar lleno de secretos y de sombras, personas con ojos muertos.

A partir de esa violación inicial, él en secreto me llevó a casas, hoteles y fiestas para venderme a hombres por sexo. Fui obligada a entrar en la pornografía con adultos y otros niños. Era enjaulada y se burlaban de mí, como un animal atrapado.

Cuando me filmaban salía de mi cuerpo para refugiarme en hermosos mundos que había creado: uno con un caballo blanco; uno donde bailaba con ángeles. Cada vez que me invadían, me elevaba por encima de ellos. Pasé de un hombre a otro, de una mano a otra, como una muñeca. Mi alma viajaba y se retiraba, cruzaba océanos, siglos. Vivía miles de vidas en una sola noche.

Este ritmo continuó. Durante el día, asistía a la escuela. Por la noche, le pertenecía a él... y a quien quisiera comprarme.

Los compradores eran siempre hombres blancos y ricos que tenían un insaciable apetito de infligir dolor. Me adormecía, rondaba mi vida como si perteneciera a alguien más. Me convertí en espectadora del abuso. “Esto le está ocurriendo a otra niña, la malvada, que necesita ser castigada,” me decía a mí misma. Creé un muro para poder vivir en el lado iluminado, ser la niña buena y continuar sin dolor.

Finalmente, mi madre llegó a casa del hospital en una silla de ruedas. Me aterrorizaba y avergonzaba revelar el abuso que había sufrido, pero ella sentía que algo estaba mal. Escuchó su intuición y despidió al niñero.

De pronto, se terminó la explotación, pero no mi vergüenza. Sin importar cuánto lograra en la vida, me obsesionaban sus mentiras sobre mí: “Inútil, inútil, inútil.”

Viví muchos años encubriendo el secreto de mi trauma. Sentía que no había palabras para lo que tuve que vivir.

Al enfrentarme a un novio abusivo de adulta, busqué la ayuda de una brillante consejera especializada en violencia sexual y en la resolución de trastornos traumáticos del desarrollo. Fue allí, con ella, que finalmente me sentí lo suficientemente segura como para admitir lo que me había ocurrido —más allá del abuso doméstico— y encontré mi camino hacia la sanación.

Finalmente, mediante terapia, una inspiradora comunidad de otros sobrevivientes y mi propia expresión creativa a través de la poesía y la música, pude encontrar nuevamente mi verdadero valor. Pero mi recuperación también me ha concedido una mayor comprensión del tráfico sexual y cómo se perpetúa.

Vivimos en una cultura en la que mujeres y niñas son reducidas a objetos sexuales, en la que la violencia sexual y doméstica no son aberraciones. Para muchas de nosotras, son ritos de paso, el campo de entrenamiento para interiorizar nuestra propia opresión.

El tráfico sexual infantil es parte de esta violencia continua. Es violación a cambio de una ganancia. La apariencia de consentimiento es simplemente un papel que las niñas y los niños debe representar para sobrevivir. Incluso si una niña o niño vende activamente sexo por dinero, alimento o cobijo para sobrevivir, se considera estupro. No existen los trabajadores sexuales infantiles o una niña que ejerza la prostitución. Solo existe la violación infantil.

Es fácil culpar a quienes lucran mediante la explotación de niños, y deberíamos hacerlo. Sin embargo, ese no es todo el problema. En un país en el que una de cada cinco mujeres es sobreviviente de agresión sexual y una de cada cuatro mujeres es sobreviviente de violencia doméstica, los traficantes simplemente rentabilizan una cultura que normaliza la violencia contra mujeres y niñas a tasas epidémicas. Esta brutal realidad junto con la tendencia generalizada de culpar a la víctima ha creado el mercado perfecto para la compra y venta de niños.

En mi trabajo como defensora, he aprendido que enfrentar la verdad es el comienzo de la libertad. Para ser libres, tenemos que dejar que todo salga a la luz, así nuestra vergüenza y nuestros secretos ya no tendrán poder sobre nosotros. Como sobrevivientes, es posible que nunca veamos a los culpables rendir cuentas por sus delitos, pero estamos creando nuestra propia justicia. Nuestra justicia consiste en sobreponernos, conocer nuestro valor, elevarnos como líderes, transformar el dolor en el poder de la compasión.

Traducción: Erica Sánchez.

Editorial

Exige igualdad

Mi nombre es Brooke Axtell y fui víctima de tráfico sexual a los 7 años de edad en EE.UU.

Por Brooke Axtell