Valdenes Ferreira de Sousa tiene un remedio de toda la vida para la tos y las infecciones de garganta: una mezcla de miel, jugo de limón y aceite de andiroba —un antiinflamatorio natural que proviene de un árbol nativo de la Amazonía.
Este conocimiento es su herencia. Se lo transmitió su abuela, una mujer que le enseñó que la selva es medicina, alimento e identidad.
A menudo, los recuerdos de infancia de Ferreira de Sousa la llevan a la pequeña venta de su abuela en Santo Antônio do Tauá, un municipio rural del estado brasileño de Pará, donde se vendían productos naturales. Hoy, como presidenta de la cooperativa Camtauá, ella sigue con el linaje familiar, encabezando una iniciativa basada en el extractivismo sostenible de andiroba, murumuru, tucumã y açaí.
La cooperativa Camtauá, liderada principalmente por mujeres, trabaja recolectando los recursos del territorio de manera sostenible y sin talar los árboles. Actualmente, este esfuerzo involucra a unas 55 personas socias y 240 familias extractivistas, protegiendo 36.000 hectáreas de bosque en pie, administradas como un activo vivo y productivo.
"Somos guardianas de este bosque, de esta naturaleza abundante que nos fue entregada para cuidar", afirma Ferreira de Sousa, mostrando el trabajo de la cooperativa como un acto consciente de preservación. "Es la propia tierra la que nos sostiene. Lo único que tenemos que hacer es cuidarla."
El cuidado, de hecho, es el pilar de la bioeconomía —un sistema regenerativo que mide el valor de la naturaleza no por lo que se le puede extraer, sino por lo que se puede vivir de forma sostenible dentro de ella.
Esto es completamente diferente al motor que impulsa buena parte de la economía amazónica: el agronegocio depredador y la ganadería extensiva.
El actual motor de devastación en la Amazonía
Imágenes de satélite analizadas por MapBiomas demuestran que la ganadería fue la principal causa de la deforestación amazónica entre 1985 y 2023, responsable del 90% de la pérdida de bosques en ese periodo.
Según ese mismo informe, la expansión agrícola en la Amazonía ha sido impresionante. El área dedicada a cultivos en el bioma creció un 4.647% —de 154.000 hectáreas a 7,3 millones de hectáreas. La gran mayoría de esa huella agrícola se destina a cultivos temporales, con la soya dominando el paisaje y representando el 80,5% del área cultivada. La mayor parte de esa producción se exporta para alimentar ganado, en vez de resolver la seguridad alimentaria dentro de Brasil.
Más allá de la tala, la deforestación vinculada al agronegocio y la ganadería genera daños ambientales y sociales, a menudo asociada con acaparamiento de tierras, incendios ilegales y violencia rural que afecta a pueblos indígenas y comunidades tradicionales que viven en estos territorios desde hace siglos.
Las consecuencias se sienten tanto localmente como a nivel global. La deforestación descontrolada causa una pérdida irreparable de biodiversidad. El humo de los incendios intencionales asfixia a zonas urbanas, provocando emergencias de salud pública. La tala de bosques convierte a la Amazonía de un gran sumidero de carbono en una fuente masiva de emisiones de CO₂, acelerando directamente la crisis climática global. Este modelo está desmantelando activamente los sistemas ecológicos que estabilizan el clima mundial.
Los fuertes vínculos económicos de Brasil con el agronegocio tienen raíces en un pasado colonial de plantaciones, concentración de la tierra y monocultivos para la exportación —todo ello basado en el trabajo esclavo.
De esa historia nació una clase política cuyo poder sigue dependiendo de la propiedad de la tierra. En la actualidad esto se expresa sobre todo en la Bancada Ruralista, el grupo del agronegocio en el Congreso Nacional de Brasil. Con cerca del 60% de los escaños de la Cámara de Diputados y el Senado Federal, es el grupo de presión más grande y poderoso del Parlamento brasileño.
La Bancada Ruralista “no es una afiliación suelta, sino un lobby profesional”, explica Bruno Bassi, coordinador de investigación en la ONG De Olho nos Ruralistas. “Su poder viene de una estructura que unifica diferentes sectores económicos. Cada sector tiene su propio instituto privado que opera desde fuera del Congreso para coordinar las acciones políticas”, explica.
La influencia de las y los ruralistas en la política quedó clarísima este julio con la aprobación de la llamada “Ley de la Devastación”, que buscaba debilitar drásticamente el sistema de licencias ambientales de Brasil. La nueva legislación destraba proyectos bloqueados desde hace tiempo que el agronegocio y la ganadería querían impulsar, como abrir nuevas carreteras atravesando zonas de selva. “Esto deja una cicatriz en las áreas de preservación. Están abriendo un camino de destrucción total en las últimas zonas protegidas de la Amazonía”, advierte Bassi.
Al mismo tiempo, algunos sectores del agronegocio ya se están sumando a iniciativas de sostenibilidad y diálogos sobre el uso responsable de la tierra. Aunque este texto no profundiza en esos esfuerzos, muestran que sí están surgiendo conversaciones sobre transformación dentro de los modelos de producción tradicionales —aunque lograr integrar estas prácticas en todo el sector sigue siendo un gran desafío.
Otro camino: la bioeconomía en acción
En la selva, Ferreira de Sousa y miles de personas como ella ya ponen en práctica otro modelo económico. Y los datos la respaldan.
Gilson Santana, cofundador y coordinador de producción de Camtauá, explica con claridad la diferencia entre agronegocio y bioeconomía: para obtener entre 400 y 450 litros de aceite de soya, es necesario deforestar una hectárea para sembrar; mientras tanto, una hectárea de macaúba, una palmera nativa, puede producir de 4.000 a 5.000 litros de aceite, sin talar el territorio. “Y el aceite de macaúba sirve para muchas cosas, desde la comida y la cosmética hasta el combustible en aviación”, añade Santana.
Los cálculos de Santana están respaldados por estudios del Banco Mundial, que señalan que la Amazonía podría generar unos 535 millones de dólares estadounidenses al año si se mantiene el bosque en pie — siete veces más que su explotación para ganadería, minería o agricultura tradicional.
Quienes estudian el tema insisten: la bioeconomía no pretende reemplazar todo el agronegocio, sino diversificar el modelo económico de Brasil. En la Amazonía, donde el monocultivo a gran escala suele conducir a la pérdida de selva, los enfoques que aprovechan el potencial ecológico del bosque —como el extractivismo comunitario y las cadenas de valor que no dependen de la madera— suelen ser mucho más adecuados e incluso pueden ser más rentables.
El profundo respeto de la bioeconomía por los ritmos de la naturaleza es clave para su eficiencia. “El murumuru y la andiroba se recolectan de enero a julio. A partir de agosto, comienza la producción de açaí”, explica Santana. “Si comienzas a seguir el calendario de la naturaleza, es posible producir durante todo el año.”
Esto se aleja completamente del agronegocio industrial, que depende del riego moderno, semillas híbridas genéticamente modificadas y pesticidas para controlar enfermedades, todo para asegurar un rendimiento mínimo. “Eso no es lo que queremos aquí. Queremos establecer la producción donde las cosas ya crecen. No es necesario deforestar más para producir más, especialmente si nos enfocamos en lo que necesita la gente local”, afirma Santana.
Lejos de ser un rechazo a la innovación y el desarrollo, la bioeconomía impulsa una forma de innovación única y adecuada. La tecnología surge no para reemplazar el conocimiento tradicional, sino para apoyarlo, aliviando el esfuerzo físico que enfrentan la mayoría de extractivistas cada día. Un gran ejemplo es una máquina creada por la propia comunidad para partir nueces de murumuru. Lo que antes tomaba meses de trabajo manual ahora se logra en unos 30 minutos, un cambio que aumentó la producción y transformó la salud y el bienestar de quienes trabajan en la actividad.
Para las familias extractivistas, trabajar con la tierra también les da poder y sentido de comunidad. Ferreira de Sousa lo representa perfectamente. Su vida, como ella misma la describe, ha sido de “altibajos”. Antes de unirse a la cooperativa Camtauá, cuenta, su mayor sueño era tener un baño dentro de la casa para no mojarse todas las mañanas yendo al baño exterior en el patio.
Hoy, su trabajo en la cooperativa no solo le permitió reunir fondos para construir ese baño, sino que también descubrió su capacidad de liderazgo allí. Ahora, como presidenta de Camtauá, Ferreira de Sousa ayuda a otras mujeres a cumplir sus sueños, capacitándolas para que desarrollen sus productos y generen sus propios ingresos, asegurando su autonomía económica. Es la prueba viva de que se puede liderar y crear futuro con la fuerza de las mujeres, desde el corazón del bosque.
Más que vender productos de la selva, la bioeconomía es un sistema económico regenerativo que valora el ambiente, a los trabajadores, el saber generacional y las cadenas de suministro justas y sostenibles. Es una economía que no destruye la selva, sino que la cuida; que no desplaza a las personas, sino que les da poder.
Al principio, pensé que luchaba para salvar los árboles de caucho. Luego pensé que luchaba por salvar la Amazonía. Ahora, me doy cuenta de que lucho por la humanidad". — Chico Mendes, extractivista y defensor del medio ambiente en la Amazonía, asesinado en 1988 por acaparadores de tierras contrarios a su labor
Así Podemos Ayudar
Aquí es donde una plataforma global se vuelve esencial. A través de eventos como Global Citizen NOW: Amazônia, que se celebró este año en Belém, la capital de Pará, líderes locales como Gilson Santana logran un espacio para compartir sus modelos con el mundo. Más allá de crear conciencia, estos eventos generan conexiones que se convierten en acciones reales, como asegurar patentes para tecnologías comunitarias y fortalecer los llamados para proteger las tierras de las que dependen estas comunidades.
El siguiente paso es redirigir la inversión y la atención global, pasando de las economías que dañan la Amazonía a las que la sustentan. Significa apoyar iniciativas políticas que quieren proteger la selva y su gente. Y significa escuchar a quienes la cuidan y siempre han tenido la respuesta.
El futuro de la Amazonía y de nuestro clima depende de qué economía elegimos respaldar: una que extrae sin límites, o una basada en el cuidado. El tiempo corre para tomar esa decisión.